MERI Y
DANIEL
La
viejecita que nos abría la puerta, de nombre Meri como diminutivo de
Emérita, era menuda y encorvada. Un pañuelo de gasa aplastaba su
abundante pelo encrespado y enmarcaba su rostro menudo de ojos
saltones: la estampa parecía recién salida de un cuento de hadas.
Hablaba sin parar con ritmo pausado pero,aun así,los continuos
aspavientos y el ajetreado ir y venir, lograron contagiarme de su
nerviosismo.
¡Y
es que Meri estaba muy asustada!
Daniel
se había negado a desayunar y ella temía que la debilidad agravase
cualquiera de sus catorce achaques. Una y otra vez salmodiaba los
distintos “manjares” ofrecidos y rechazados por Daniel aquella
mañana.
¿Por
qué se negaba a comer?-se lamentaba sacando de la nevera variados
yogures,flanes y natillas.¡Con razón le daban esos ahogos,que le
obligaban a ponerse la mascarilla de oxigeno...
¡Qué
podía hacer ella,Dios mío,qué podía hacer?
Sus
piernecillas, arqueadas por la artritis, se bamboleaban pasillo
arriba,pasillo abajo...
¡No,
no habían mandado a ninguna asistente social para ayudarla! ¡No, no
tenían hijos y tampoco su sobrina, pobrecilla, podía abandonar su
familia y su negocio para cuidar de ellos...
¡Qué
podía hacer ella ¡
Daniel,
mientras, por encima de su anunciada mascarilla de oxigeno,miraba la
escena con la impasibilidad de quien no tiene que ver en el asunto.
Y
es que Emérita siempre...¡siempre! estaba muy asustada.
Llevaban
años acudiendo al ambulatorio en donde trabajaba de enfermera mi
amiga Carmen, de quien yo era ayudante voluntaria en aquella
época,para hacerse sus revisiones periódicas. En cada visita
obsequiaban al médico con un cartón de tabaco y a Carmen con una
caja de galletas “maría”
El
amor parecía haber triunfado en esta pareja de octogenarios,cuyo
comportamiento dibujaba sonrisas entre el personal del centro.
¡Nada
menos que cincuenta y cuatro años en la salud y la enfermedad,en el
invierno y en el verano, en la pobreza...y en la pobreza, avalaban el
éxito del sagrado vínculo.
Daniel
había sido chusquero. Emérita sirvió de criada hasta su boda y
después trabajó por horas limpiando casas.
Él
no era mala persona,no, sin embargo,las estrecheces económicas y las
intromisiones familiares, ya es sabido,emponzoñan al hombre...el
alcohol hace el resto...
Mal
que bien,la pareja salía adelante, y hasta se hicieron con una
casa,modesta y soleada,cuyas paredes pronto empezarían a retumbar
con golpes, insultos y lamentos que propiciaba el chusquero cuando
llegaba cargado de vino y enturbiado de mente.
Desesperada
la mujer,pidió ayuda a su hermana,y ésta creyó dar con la solución
mandando a su hija a vivir con el matrimonio. Los infantiles ojos de
la sobrina presenciaron durante mucho tiempo esas escenas que ningún
niño debería vivir nunca. Muy joven,abandonó la casa de los tíos
para formar su propia familia y, si bien, no se desentendió de
ellos,se opuso rotundamente a que, años después,una de sushijas
pasase a ocupar el sitio que ella dejara vacante en el infierno en el
que, día a día,estaban envejeciendo Meri y Daniel.
La
salud mental de Émerita empezó a flaquear cuando Daniel,diabético
y cardíaco,empeoró seriamente y hubo de ser hospitalizado durante
unos días. A su regreso, la convivencia de Meri con Daniel se hizo
difícil y hasta peligrosa. Su mundo se había reducido, en poco
tiempo, a las cuatro paredes del hogar y aun en él, se perdía la
mente de la pobre mujer, temerosa de todo,incapaz...
Pensaron
llevarla a un psiquiatra y ella se avino con esa docilidad de quien
está acostumbrada a obedecer. No llego, sin embargo a pisar la
consulta del especialista porque un día, harta de oírse llamar
loca, explotó con la verdad:
¡Qué
médico podría sanar los costurones que cincuenta y cuatro años de
maltrato, palizas y humillaciones, habían dejado en su cuerpo y en
su alma! No,no era un médico lo que precisaba; con ocho décadas
sobre sus hombros,la viejecita ,como todo ser humano,pedía a gritos
que la quisieran.
xxxxx
Alrededor
de las cuatro de la tarde crucé el patio de entrada. No recordaba el
piso y una mujer, que tendía la ropa, me lo gritó desde la ventana.
Al
pie de la escalera se oía un gran alboroto. Temiendo lo peor empecé
el ascenso. A medida que me acercaba las voces se hacían más
reconocibles y al llegar,el jaleo era de tal calibre que difícilmente
me hubiera equivocado de puerta..Al primer intento de llamada, un
golpe contundente petrificó mi dedo sobre el timbre...Antes de
intentarlo de nuevo,me planteé algunas cuestiones como,por
ejemplo,qué hacer si me veía envuelta en una trifulca “cuerpo a
cuerpo” entre los ancianos...
Decidí
no aventurarme en solitario y pedir ayuda...Un hombre bajaba la
escalera...¡No, no vivía en el edificio-pasó como una exhalación-
Ni conocía el barrio,ni sabía de ningún teléfono público...en
realidad no sabía nada de nada...
Me
acobardé, lo admito, al recapacitar acerca del lío en el que estaba
a punto de meterme. Todo había empezado en la mañana con una
llamada de Carmen; le era imposible acudir a la cita con los
viejecitos aquella tarde y, por el contrario, yo tenía todo el
tiempo del mundo...
¡Y
allí estaba!
(fin
de la primera parte. Continuará cualquier día de estos)
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