CARMEN LA ENFERMERA
La conferencia tenía un título atractivo:”Cuerpo, mente y
espíritu”.
Llegué con algunos minutos de retraso. La sala la llenaba un
público, mayoritariamente femenino y a duras penas, conseguí una incómoda silla
de lona en un rincón de la sala.
La oradora de la tarde se retrasaba y para amenizar la espera,
una oyente espontánea , que resultó ser enfermera jefe de la Seguridad Social,
hablaba a los presentes de sus experiencias con enfermos terminales, a los que
cuidaba en sus domicilios tras ser desahuciados en el hospital.
Estos enfermos, ancianos en su mayoría, esperaban la muerte
durante meses, con las consecuencias derivadas de su tremenda situación Algunos
contaban con los cuidados de la familia, otros, si tanta suerte, añadían una tristeza
más a su ya triste estado: la soledad.
La enfermera controlaba goteros, análisis, comidas, curaba
escaras…disponía en fin, de todo cuanto se entiende por cuidados paliativos.
Me gustó su sencillez y su labor me emocionó porque comprendí
que daba a los enfermos algo más que una mejor calidad de vida, estaba
transmitiéndoles ternura, entrega, y hasta esa caricia necesaria que la estupida vergüenza deja
frustrada tantas veces.
A término de su charla pidió colaboración, puesto que no podía
contar con nadie de su personal del ambulatorio.
Decidí hablar con ella.
Minutos después empezó la conferencia pero, hundida en mi silla,
ya no me interesaba el cuerpo ni la mente, ni mucho menos el espíritu, puesto
que el mío se había esfumado hacía mucho rato de la sala en busca de realidades
con menos esencia, pero con nombres y apellidos.
Cuatro años eran demasiados como para seguir escuchando el mismo
discurso… podía anticipar su contenido y también las preguntas y respuestas del
coloquio posterior que, inevitablemente, surge en todas estas reuniones. Cuatro
años de teorías, de pasos en la oscuridad…libros, viajes, consultas con gente
desaprensiva, buscando de la esperanza que nos niega nuestra humana condición...Vanas respuestas para un sinfín de preguntas .
No podía continuar por ese camino a ninguna parte.
Sentí el término de una etapa y el comienzo de otra que, por qué
no admitirlo, se me antojaba muy dura, pero aun así, nunca iba a ser peor que
la reciente.
Me presenté ante Carmen con el temor, le dije, de no ser de
utilidad. Mi oficio nada tiene que ver con la medicina ni con la psicología, ¡qué podía ofrecer, como no
fuera mi buena voluntad!
Ella aceptó guiarme y aseguró que nunca estaría sola.
De regreso a mi casa, sentí cómo la vida me mostraba un nuevo
tramo en el horizonte que debía caminar de manera serena y generosa. Había llegado
el momento de hacer útil el dolor, que ya formaba parte de mí como una segunda
piel, y también de compartir con quienes lo necesitaban, frutos de esperanza;
los mismos que estaban ayudándome a
continuar.
La ocasión me la ofrecía aquella mujer…
Se llamaba Carmen.
Sus ojos irradiaban ilusión y paz.
Yo necesitaba ambas cosas.
1 comentario:
Precioso y tremendo libro, Amparo. Está en mi librería y sobre todo, ya lo sabes, en lo más profundo de mi corazón.
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